lunes, 5 de octubre de 2015
LA BENDICION DE SER MISIONERO
Ninguna empresa en el mundo confronta tantos obstáculos como la Obra de Dios; pero también es cierto que ninguna otra empresa en el mundo obtiene más triunfos y victorias con resultados eternos que la Obra de Dios.
Ninguna tarea en la Obra de Dios es más obstaculizada, combatida, perseguida, menos reconocida y menos recompensada que la Obra Misionera en los campos extranjeros. Desde que una persona dice que tiene llamamiento para ir a un país extranjero, empieza a ser mal entendido, mal querido, obstaculizado, combatido y perseguido.
Cuando sale al campo misionero, dejando su hogar, su ambiente, sus amistades, se encuentra solo, olvidado, enfrentándose a los más duros trabajos, sin el estímulo oportuno, sin los medios adecuados, sin los fondos necesarios. Tiene que pasar semanas sin comer bien, sin los compañeros de siempre, fatigado por la indiferencia, acosado por la nostalgia, herido por la ingratitud. Cuando regresa a su país, donde cree encontrar un poco de aliento y comprensión, ya allí es como un extranjero, ha sido relegado, se mira con sospecha y desconfianza, se le trata con desconsideración y hasta que se considera una amenaza.
• Si nada hace, le falta acción.
• Si algo hace, se extremó en la acción.
• Si nada dice, le falta expresión.
• Si algo dice, no tiene razón.
• Si regresa joven, pierde la visión.
• Si regresa maduro, no tiene ocasión.
• Si regresa anciano, para el paredón.
Todas estas cosas que para el superficial, el aprovechado y el ambicioso son desventajas que desprecia y rehúye; para el verdadero misionero son precisamente sus glorias, sus riquezas, su caudal. Glorias, riqueza y caudal que no cambia por las posiciones ni las jerarquías de los que lo menosprecian y hostigan.
El verdadero misionero no podrá ser otra cosa. Su vida y actividades giran en torno a ese llamamiento y a esa pasión. El verdadero misionero todo puede soportarlo, menos el que quieran desviarlo de su vocación divina. El verdadero misionero está dispuesto a las grandes renunciaciones, menos renunciar a su llamamiento. El verdadero misionero sabe que Dios le ha llamado, y su llamamiento y ministerio está por encima de hombres y cosas. El verdadero misionero vive su misión, y la misma le es “impuesta necesidad” (1 Co. 9:16) la cual no puede rehuir ni abandonar. El verdadero misionero comprende que la tarea suprema de la Iglesia es la evangelización del mundo, y hacia ese fin ha dedicado y rendido su vida. El verdadero misionero no antepone ningún otro interés o relación al supremo interés de la salvación de las almas y a la indispensable relación con su Maestro, a quien ama, sirve y obedece.
Por estas firmes convicciones y poderosas razones es que el verdadero misionero no puede ocultar ni callar, tiene que sufrir, pero esas son sus glorias, pues “el discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor” (Mt. 10:24). Como a su Señor, también le juzgan y le visten con ropas de la crítica malsana. Le escupen con las palabras de agravio. Le hacen cargar la cruz del descrédito. Le sepultan en la tumba del menosprecio y el olvido.
Pero así como su Maestro resucitó al tercer día, el verdadero misionero resucita todos los días, porque todos los días le juzgan, le crucifican, le sepultan, cumpliéndose así real y diariamente las palabras de aquel otro gran misionero, el apóstol Pablo, quien escribió: “Que estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos; llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús en el cuerpo, para que también la vida de Jesús sea manifestada en nuestros cuerpos. Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros la vida” (2 Co. 4:8-12).
Por eso el verdadero misionero cada día se levanta con nueva vida, nuevas fuerzas, nuevo entusiasmo, nueva visión, nueva determinación; impartiendo esa visión, fuerzas, vida, a aquellos a quienes ministra.
Cuando Alejandro el Grande preguntó al sabio griego, Diógenes: ¿Qué quieres de mí? Este respondió: Yo nada, que no me quites el sol. El apóstol Pablo, dijo: “Pero cuantas cosas eran para mí ganancias, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Fil. 3:7-8).
Por eso, el verdadero misionero, que sigue las huellas de su Maestro, refleja su labor con este texto bíblico hallado en el Salmo 126:5-6, que dice: “Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas”.
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